lunes, 10 de abril de 2017

ARPAS ETERNAS.- LOS ESENIOS (CAPÍTULO 2- 2º ESCRITO)



Sigamos a los tres viajeros camino de En-Gedí en la margen occidental del Mar Muerto, donde existía un antiguo y escondido Santuario Esenio, residencia de algunos solitarios, especie de delegados de confianza del Supremo Consejo, a los fines de facilitar a los Hermanos de la Judea el concurrir a las asambleas en días especiales, como los había igualmente en el Monte Ebath para los de Samaria, en el Carmelo y el Tabor para los galileos, y en el Hermón para los de Siria.


FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 9: EL DERECHO DE PREDICAR


Un día se hallaba Francisco en Asís, en casa del Obispo Guido. Sin duda había ido, según costumbre suya, a demandar consejo al que él miraba como «padre y señor de las almas»; pero también es probable que fuera en busca de alguna limosna; porque en verdad las circunstancias por las que atravesaban los hermanos eran asaz penosas. A su vuelta de las misiones encontraron cuatro nuevos compañeros: Felipe Longo, Juan de San Constancio, Bárbaro y Bernardo de Vigilancio, a los cuales se agregó otro que Francisco llevaba de Rieti, llamado Ángel Tancredi, joven caballero a quien el Santo había conquistado en una calle de dicha ciudad, dirigiéndole el siguiente amoroso reproche: «Tancredi, bastante tiempo has llevado ya esa espada y esas espuelas; es menester que trueques el cinturón por la cuerda, la espada por la cruz y las espuelas por el polvo y el barro de los caminos; sígueme y te armaré caballero del ejército de Cristo».

jueves, 6 de abril de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 8: LOS NUEVOS DISCÍPULOS


La respuesta que Francisco dio a los ladrones del monte Subasio en abril de 1207: Praeco sum magni regis!, «¡Soy el heraldo del gran Rey!», constituyó desde entonces su única divisa y bandera, su lema y grito guerrero para toda la vida; pero, a decir verdad, nunca se dio cuenta cabal de su significado y alcance hasta el día de la misa referida en el capítulo anterior. Desde ese momento ya no tuvo ninguna vacilación y se consagró de lleno al desempeño de su misión de heraldo.
Durante los meses que siguieron a la misa de S. Matías, los habitantes de Asís presenciaron un curioso, nunca visto espectáculo: un extraño tipo de penitente vagabundo recorría descalzo las calles y plazas, deteniendo a los transeúntes para darles «la paz del Señor»; dondequiera que veía algún grupo de personas, allá se iba y, subiendo sobre alguna piedra o desde el umbral de la puerta más cercana, se ponía a predicarles.
Este singular personaje no era otro que el hijo de Pedro Bernardone, que empezaba ya su obra evangelizadora. Su palabra no podía ser más sencilla y ajena al artificio; no hablaba más que de una cosa: del bien supremo de la paz; paz con Dios por la observancia de sus preceptos; paz con los hombres por la rectitud de los procederes; paz consigo mismo por el testimonio de la buena conciencia.
Las ruidosas carcajadas con que, un año antes, acogiera el pueblo de Asís las exhibiciones del joven convertido, a partir de la escena del palacio episcopal se trocaron en respetuoso silencio; ya nadie se mofaba de él, sino que le escuchaban con atención y hasta con cierta reverencia; sus palabras no se extinguían en las ondas del aire, sino, cual granos fecundos, iban derecho a muchos corazones bien dispuestos para recibirlas y deseosos de estrechar sus relaciones con Dios.
Bien pronto se vio Francisco rodeado de compañeros e imitadores. El primero fue, según Celano, un varón sencillo y piadoso de Asís cuyo nombre y vida posterior no nos han sido conservados por los biógrafos, por lo que el honor de haber sido históricamente el primer discípulo de Francisco pertenecerá siempre a Fray Bernardo de Quintaval.
Este Bernardo era también mercader como Francisco, y verosímilmente de su misma edad, aunque no había sido de sus mismos gustos, pues no había pertenecido al grupo de jóvenes alegres que presidía el hijo de Bernardone, cuyas memorables aventuras le habían interesado bien poco. Sin duda, en un principio tuvo, al igual que otros muchos, por fantásticas y transitorias la conversión y las tareas constructoras de Francisco; pero viendo después que el tiempo corría sin que él cambiara de conducta, se trocaron sus sospechas en respeto, sus risas y burlas en sincera admiración.

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 7: FRANCISCO RENUNCIA A SU PADRE


Un día de abril de 1207, Pedro Bernardone estaba en su tienda detrás del mostrador. De repente llega a sus oídos una extraña algazara, voces de auxilio, gritos y carcajadas ruidosas; el estrépito crece y se acerca por instantes, hasta repercutir en la tienda; el mercader ordena a uno de sus dependientes que se asome para ver qué pasa; vuelve éste diciendo: «Es un loco, señor don Pedro; un loco perseguido por pilluelos y rapaces»; pero se detiene el empleado un poco a la puerta y, mejor informado, palidece: ¡acaba de reconocer al loco! Sale don Pedro de inmediato; se para en el umbral, mira hacia la turba azorado y ansioso y descubre entre la multitud alborotada a su propio hijo, a su caro Francisco, a su gentil primogénito, al objeto de sus más halagadores ensueños, de sus más hermosas y magníficas esperanzas. ¡Ahí viene Francisco vestido de andrajos, lívido, demacrado, desgreñado el cabello, marchitos los ojos, todo ensangrentado y sucio por las pedradas e inmundicias que le han arrojado en el camino los implacables pilletes que le acompañan!
¡Pobre Pedro, ahí viene tu Francisco, tu tesoro y orgullo, el báculo de tu vejez, el gozo y consuelo de tu vida! ¡Hele ahí, adonde le han traído esas malditas ideas que se le han metido en el cerebro!
Pedro Bernardone se siente desfallecer bajo el peso del dolor, de la vergüenza y de la cólera; porque los gritos y burlas, lejos de mermar, ahora se dirigen a él personalmente: «¡Oh Bernardone! ¡Aquí te traemos a tu hijo, tu lindo mozo, tu apuesto y famoso caballero! ¡Mírale como vuelve de la guerra de Apulia cubierto de gloria, desposado con una princesa y señor de la mitad de un reino!»
 

Don Pedro no puede más; entre la rabia y el dolor, que riñen tremenda batalla en el fondo de su pecho, opta por la primera y se lanza a la calle hecho un tigre de la selva, y para abrirse camino reparte a diestro y siniestro mojicones y puntapiés con tan desatada y poderosa furia, que el corro de maleantes que rodea a Francisco no tiene más remedio que retroceder, romperse y darle paso; él, sin proferir palabra, se apodera de su hijo, le levanta en sus robustos brazos y, jadeante y rabioso, vuela con él para adentro, le arroja en lóbrego aposento, cierra con llave la puerta y se vuelve a la tienda a reanudar la tarea. (Aquí, como en los capítulos I y V, he procurado desarrollar y completar escenas que los biógrafos narran con extremado laconismo. En general, hay que guardarse de tomar muy a la letra el retrato que ellos nos han legado del carácter de Pedro Bernardone, en que han andado severos en demasía: es lo que pasa siempre que se colocan enfrente dos tipos opuestos, de los cuales el uno encarna la perfección del idealismo, y el otro la vida común y prosaica, aunque legítima, de este bajo mundo).

ARPAS ETERNAS.- LA GLORIA DE BETLEHEM (Segundo Capitulo)


¡Los días volaban!..., volaban como pétalos de flores que lleva el viento, por valles, montañas y praderas; y cada uno de esos días, jirón de luz desmenuzado por los inexorables dedos del tiempo, le decía a Myriam con su voz sin ruido, que se acercaba el gran acontecimiento de su divina maternidad.
Una radiante visión color de amatista y oro le había cantado en un atardecer de otoño, una melodía jamás oída por ella: “¡Dios te salve, Myriam!... ¡Llena eres de Gracia!... ¡Bendita tú entre todas las mujeres!... ¡Y bendita en el que saldrá de ti, el cual será llamado Hijo del Altísimo! “¡Aleluya, Myriam!... ¡Aleluya!” “¡Canta, mujer del silencio, canta porque tu gloria sobrepasa a todas las glorias, y en esta hora solemne se ha fijado tu ruta de estrellas por los siglos de los siglos!...” Y la celeste voz parecía ir perdiéndose a lo lejos, como si aquel de quien surgía fuese elevándose más y más en el infinito azul.
Algunos humildes labriegos y pastores nazarenos, que pasaban las noches del otoño bajo las encinas gigantescas, con hogueras encendidas cuidando sus majadas o sus cultivos en maduración, creían haber soñado con cantares como los de las vírgenes de Sión, en la solemnidad de la Pascua en el Templo de Jerusalén.
Y otros transeúntes nocturnos de la silenciosa ciudad nazarena, aseguraban haber visto cómo nubecillas rosadas, azul y oro del amanecer, bajando y subiendo, esparciéndose como filigrana de tenues hilos de los colores del iris sobre la grisácea techumbre de la casa de Yhosep el artesano.
Y a media voz empezaban a correr versiones cargadas de misterio, de enigmas y de estupor, haciéndose los más variados y pintorescos comentarios, que ensanchándose más y más llegaban a lo maravilloso.
Algún poderoso mago debía andar de por medio en todo aquello –decían sigilosamente.

miércoles, 5 de abril de 2017

ARPAS ETERNAS.- PRELUDIO (Segundo escrito)


Y la dulce Myriam de las manos de tórtolas, corriendo sobre el telar, tejía el blanco lino para las túnicas de las vírgenes y los mantos sacerdotales; y corrían sobre las cuerdas de la cítara acompañando el canto sereno de los salmos con que glorificaban las grandezas de Jehová.
Veintinueve meses más tarde, Yhosep de Nazareth, joven viudo de la misma parentela era recibido en el Pórtico de las mujeres por la anciana viuda Ana de Jericó, prima de Joachin, y escuchaban las santas viudas del Templo, la petición de la mano de Myriam para una segunda nupcia de Yhosep, cuya joven esposa dejara por la muerte su lugar vacío en el hogar, donde cinco niños pequeños llamaban ¡madre..., madre!, sin encontrarla sobre la tierra. Y Myriam, la virgen núbil de cabello bronceado y ojos de avellanas mojadas de rocío, vestida de alba túnica de lino y coronada de rosas blancas, enlazaba su diestra con la de Yhosep de Nazareth ante el sacerdote Simeón de Betel, rodeada por los coros de viudas y de vírgenes que cantaban versículos del Cantar de los Cantares, sublime poema de amor entre almas hermanas que se encuentran en el Infinito.

ARPAS ETERNAS: INTRODUCCIÓN.

 
 
 
Inútil parecería un nuevo relato biográfico del gran Maestro Nazareno, después que durante diez y nueve siglos se han escrito tantos y aún siguen escribiéndose sin interrupción.
Mas, Yhasua de Nazareth, encarnación del Cristo, no es propiedad exclusiva de ninguna tendencia ideológica, sino que nos pertenece a todos los que le reconocemos como al Mensajero de la Verdad Eterna. El amor que irradió en torno suyo el genial soñador con la fraternidad humana, le creó un vasto círculo de amadores fervientes, de perseverantes discípulos, que siglo tras siglo han aportado el valioso concurso de sus investigaciones, de su interpretación basada en una lógica austera y finalmente, de las internas visiones de sus almas más o menos capaces de comprender la gran personalidad del Enviado por la Eterna Ley, como Instructor y Guía de la humanidad terrestre. Yo, como uno de tantos, aporto también mi vaso de agua al claro manantial de una vida excelsa, de la cual tanto se ha escrito y sobre la cual hubo en todos los tiempos tan grandes divergencias, que las inteligencias observadoras y analíticas han acabado por preguntarse a sí mismas: “¿Es real o mitológico, un personaje del cual se han pintado tan diferentes cuadros?” El hecho de haber muerto ajusticiado sobre un madero en cruz a causa de su doctrina, no justifica por sí solo la exaltación sobrehumana, la triunfante grandeza del Profeta Nazareno.
¡Hubo tantos mártires de la incomprensión humana inmolados en aras de sus ideales científicos, morales o sociológicos! La historia de la humanidad, solamente en la época denominada Civilización Adámica, es una cadena no interrumpida de víctimas del Ideal; un martirologio tan abundante y nutrido, que el espectador no sabe de qué asombrarse más, si de la tenaz perseverancia de los héroes o de la odiosa crueldad de los verdugos. La grandeza del Maestro Nazareno, no está, pues, fundamentada tan solo en su martirio, sino en su vida toda que fue un exponente grandioso de su doctrina conductora de humanidades, doctrina que Él cimentó en dos columnas de granito: